Exposition au musée

París 1874, inventar el impresionismo

Del 26 Marzo al 14 Julio 2024
Claude Monet (1840-1926)
Impression, Soleil Levant, 1872
Paris, Musée Marmottan Monet
Don Eugène et Victorine Donop de Monchy (donateurs)
© musée Marmottan Monet, Paris / Studio Baraja SLB

Introducción

El 15 de abril de 1874 se inauguró en París una exposición que supuso el nacimiento de uno de los movimientos artísticos más famosos del mundo, el impresionismo. Por primera vez, Monet, Renoir, Degas, Morisot, Pissarro, Cézanne y Sisley unieron con total independencia para exponer sus obras, compuestas por pinturas claras y luminosas que, mediante pinceladas rápidas y ligeras, transmitían sus impresiones fugaces ante el motivo. De este modo, se emanciparon del Salón, la gran exposición oficial que dominaba la vida artística parisina y era la guardiana de la tradición académica. En una época convulsa en el ámbito político, económico y social, los impresionistas propusieron un arte en sintonía con la modernidad. Su forma de pintar «lo que veían, [...] tal y como lo veían», como escribió el crítico de arte Ernest Chesneau, sorprendió y desconcertó.

¿Qué ocurrió en esas pocas semanas? A través de un centenar de obras procedentes de la exposición de estos artistas independientes, o del Salón oficial, «París 1874, inventar el impresionismo» celebra el 150.º aniversario de una primavera decisiva. La exposición explora los entresijos y los desafíos de un evento que se convirtió en legendario, y que desde entonces se consideró, a menudo, como el pistoletazo de salida de las vanguardias.

París entre ruinas y renovación

En el París de la primavera de 1874, los recuerdos de la guerra franco-prusiana de 1870 y de la insurrección revolucionaria de la Comuna del año siguiente seguían aún muy presentes. La capital se había visto considerablemente dañada por estos dramáticos acontecimientos.

La reconstrucción comenzó en 1871. Estas obras continuaron las transformaciones emprendidas durante el Segundo Imperio, bajo la dirección del prefecto del Sena, el barón Haussmann, como la construcción de grandes vías de circulación, la edificación de estaciones de ferrocarril, la creación de zonas verdes o incluso la construcción de la nueva Ópera. El edificio de Charles Garnier formaba parte de un barrio completamente remodelado con amplias avenidas y grandes bulevares.

Fue en el corazón del París de los negocios, el lujo y los espectáculos, en plena renovación, donde se celebró la primera exposición impresionista.

En el estudio de Nadar

A finales de la década de 1860, artistas como Monet, Sisley, Renoir, Degas, Pissarro y Bazille desarrollaron, tanto en plena naturaleza como en la ciudad, un nuevo estilo de pintura con pinceladas vivas, basado en el ambiente y la percepción. Estos artistas se vieron unidos por lazos de amistad o por afinidades estéticas, y se plantearon sumar fuerzas para organizar su propia exposición, al margen de los circuitos oficiales y del sistema del Salón, de los que a menudo quedaban excluidos. Bazille se mostraba confiado: «Estamos seguros de que lo lograremos. Ya verán cómo la gente hablará de nosotros».

La guerra de 1870, que los separó, movilizó a algunos de ellos y segó la vida de Bazille, rompió su impulso. Su proyecto expositivo independiente no cobró forma hasta tres años después, consolidado por el evidente interés de algunos coleccionistas y marchantes. Estos artistas se constituyeron en una «Sociedad Anónima de pintores, escultores, grabadores, etc.», y se propusieron atraer a más miembros.

Degas, que era muy «activo y movía el negocio con bastante éxito», encontró un local en un lugar ideal, cerca de la nueva ópera: el antiguo estudio del fotógrafo Nadar del 35 boulevard des Capucines. «Aquí hay mucho espacio y una situación única», señaló Degas: siete u ocho salas en dos niveles, bañadas de luz y comunicadas por un ascensor. Otra novedad fue que la exposición se abrió por la noche, iluminada con gas, para atraer a un público más amplio. «Si así impresionamos a unos cuantos miles de personas, será hermoso», esperaba Pissarro.

Pintar el presente, exponer por sí mismo

El 15 de abril de 1874 abrió sus puertas la exposición de la «Sociedad Anónima», con alrededor de 200 obras seleccionadas por los propios artistas, sin la sanción de un jurado ni la intervención de un marchante. Las obras las colgaron sus autores, en el taller Nadar, en unas paredes revestidas de lana de color marrón rojizo. Lo único que queda para hacernos una idea de esa exposición son los testimonios escritos y el folleto. La primera sala aquí mencionada, cuya instalación correría a cargo de Renoir, concedió un lugar privilegiado a su pintura, con unas deslumbrantes instantáneas de la vida moderna, del París de la moda y del espectáculo: sus bulevares, sus bailarinas y sus espectadores, motivos todos ellos observados también por Monet y Degas.

«¡Usted, visitante, deje en el umbral todos los antiguos prejuicios!», advertía el crítico Prouvaire, señalando pocos días después de la inauguración que algunos de los cuadros de esta exposición sin nombre –por ser «anónima»– daban sobre todo «la impresión» de las cosas, y no su «realidad misma».

15 de abril de 1874: Una exposición independiente y ecléctica

La exposición reunió a 31 artistas, y lo que más los unía era el hecho de haber pagado una cuota. Todos ellos tenían edades y orígenes muy diferentes. Casi 40 años separaban al pintor de más edad, Adolphe-Félix Cals, del más joven, Léon-Paul Robert, y el origen social de los burgueses Degas y Morisot distaba mucho del del anarquista Pissarro y los comuneros Ottin y Meyer. Tampoco fue un principio estético la razón que los unió, sino más bien el deseo compartido de exponer libremente y de vender.

Sus obras mostraban una asombrosa variedad de temas, técnicas y estilos. En la exposición había dos veces menos pinturas que obras en papel, incluidos unos cuarenta grabados, así como una decena de esculturas y unos cuantos esmaltes. Paisajes muy bosquejados, escenas de caza o de carreras, incluso una vista de un burdel, compartían protagonismo con grabados de Holbein, interiores de sinagoga, un busto de Ingres y esmaltes de Rafael… La entrada era de pago, al igual que el catálogo, y el precio de las obras era bastante elevado. A la exposición acudieron alrededor de 3500 visitantes. Como la sociedad resultó ser muy deficitaria, acabó disolviéndose.

Solo un puñado de cuadros de Sisley, Monet, Renoir y Cézanne encontraron comprador. Aprovechando que en francés un mal cuadro se llama croûte (corteza), un crítico se mofaba de la «gran cantidad de cortezas (cuadruchos) con las que se podría hacer un excelente pan rallado para rebozar chuletas».

El Salón de 1874

En el Palacio de la Industria y de las Bellas Artes de la avenue des Champs-Élysées, a veinte minutos a pie del boulevard des Capucines, el Salón abrió sus puertas el 1 de de mayo de 1874. Esta gigantesca exposición oficial que constituía un escaparate ineludible de la producción artística del momento, era un acontecimiento anual que atraía a grandes masas. También resultaba esencial para los artistas, ya que durante dos siglos había sido la clave de su éxito y sus carreras.

Varios miles de obras, cuidadosamente seleccionadas por un jurado designado por la Dirección de Bellas Artes, se exponían conjuntamente, de las cuales, alrededor de 2000 pinturas colgadas de borde a borde: «grandes máquinas» –inmensos cuadros de tema histórico, religioso o mitológico–, escenas de género anecdóticas, cuadros «orientalistas», numerosos paisajes o pulidos retratos. La mayoría de estas obras estaban a un mundo de distancia de las pinturas «demasiado recién pintadas» de los futuros impresionistas, a veces rechazados arbitrariamente en la década de 1860.

En 1874, aunque su jurado fue particularmente duro, el Salón no fue «ni mejor ni peor» que los años anteriores, según el crítico Castagnary: «Lo que le falta es la obra capital […] que […] se convierta en un hito en la historia del arte.» De hecho, ese año, la exposición que pasaría a la historia no fue el Salón.

El Salón, la guerra y la derrota

Paseando por las 24 salas de pinturas del Salón, el novelista y crítico de arte Émile Zola se lamentaba: «Cuadros y más cuadros», «largo como de París a América», luego, realmente hastiado, bajó a la nave de las esculturas, con la intención de «fumarse un puro».

Observó que las obras que fascinaban al público era «las escenas trágicas de la última guerra» que terminó con la derrota de Francia ante Prusia. Estas pinturas y esculturas llamaban la atención de los visitantes, tanto si se trataba de representaciones directas, como la escena de batalla de Detaille que plasmaba la trágica jornada de Reichshoffen del 6 de agosto de 1870, como mucho más simbólicas, como la pintura de Maignan de un episodio de la conquista normanda, que evocaba el sacrificio y el luto.

En 1874, muchos artistas, tanto oficiales como independientes, vivieron la guerra de cerca. El Salón, que en 1872 había excluido las obras relacionadas con este contenido, se abrió a este tema aún de gran actualidad, a diferencia de la Comuna, que no estuvo representada. Los futuros impresionistas se desmarcaron de estos dos temas optando por otros aspectos de su época.

Convergencias

En 1874, el Salón, al igual que la primera exposición denominada «impresionista», de la que aparentemente difería en todo, en cuanto a escala y principios organizativos, también mostró obras que ofrecían una cierta visión del presente. Esta institución secular había dejado de ser el escaparate de un arte exclusivamente académico, para hacerles un hueco a obras completamente radicales, como El ferrocarril de Manet. Manet, que unas semanas antes había sido invitado por sus colegas a exponer con ellos en el 35 del boulevard des Capucines, se negó obstinadamente porque no quería abstenerse de participar en el Salón, que en su opinión era el único campo de batalla real que podía conducirle al éxito.

No todos los artistas que fueron rechazados ‒como Eva Gonzalès, con una pintura de la vida moderna‒ se sumaron a la exposición independiente. Por último, nada menos que doce artistas prefirieron aumentar sus posibilidades de ser vistos y de vender, presentando obras simultáneamente en la exposición de la Sociedad Anónima y en el Salón. Incluso entre los futuros impresionistas, no todos habían renunciado definitivamente al Salón, y muchos volverían cuatro o cinco años más tarde.

Además de dos importantes cuadros «rechazados», esta sala reunió obras de artistas que estuvieron presentes tanto en la primera exposición impresionista como en el Salón de 1874. En 1874, la línea divisoria era todavía muy porosa entre los artistas involucrados en la vanguardia y aquellos que, aun perteneciendo a esa vanguardia, mantenían sus reservas en cuanto a su adecuación a los tiempos que vivían.

La vida moderna como motivo

En 1863, el poeta Charles Baudelaire hizo de la «modernidad», palabra que apareció por primera vez en el siglo XIX, un componente de la belleza. Industrialización, globalización, urbanización… todo estaba cambiando rápidamente. En la exposición de 1874, una treintena de cuadros reflejaban esta evolución y la llegada de un estilo de vida urbano y burgués, desde el ámbito doméstico hasta las renovadas calles de París y el desarrollo de lugares de ocio y espectáculo. Aparte de Degas, que mostró a una lavandera en plena labor, los impresionistas pintaron principalmente la «high life», como se denominaba a la alta sociedad de la época.

También en el Salón se podían ver escenas de la vida moderna, pero a menudo abordadas de forma anecdótica o moralizadora. Para los impresionistas, el presente no solo era una reserva de nuevos temas. Era una nueva forma de ver y pintar un mundo presa de la aceleración del tiempo y en perpetuo movimiento. De este modo, acercaban el arte a la vida.

Causar sensación: «impresión» y vanguardia

¿Impresión, sol naciente dio realmente su nombre al impresionismo en 1874? Esto es a la vez cierto y falso. De hecho, el título del cuadro, junto con otros paisajes de Monet, Pissarro y Sisley, le inspiró al periodista Louis Leroy la palabra «impresionista», como referencia irónica a este nuevo estilo de pintura. Pero aparte de este sarcasmo, la palabra tardó en calar, y el cuadro, que pasó prácticamente desapercibido en 1874, no se hizo famoso hasta principios del siglo XX.

Con esta «impresión», Monet rompió con la tradición. De este modo afirmaba su deseo de transcribir un efecto fugaz de la luz, una sensación subjetiva, en lugar de describir un lugar. Esta intención se vio probablemente reforzada por la presencia en la exposición de 1874 de pasteles colgados cerca y de estudios del cielo de su maestro, Eugène Boudin, ya que, contrariamente a la costumbre del Salón oficial, los impresionistas exponían juntos dibujos y pinturas.

Esta búsqueda de la instantaneidad no significaba que los cuadros impresionistas se pintaran de una sola vez sobre el motivo. Impresión, sol naciente requirió varias sesiones. Sin embargo, incluso cuando la obra se retrabajaba en el estudio, se trataba de preservar la frescura de la primera sensación, de dar la impresión de una impresión.

La escuela del aire libre

Bajo este lema, el crítico Ernest Chesneau reunió a algunos de los participantes en la exposición de la Sociedad Anónima de 1874.

Esta forma de pintar rápidamente, sobre el motivo, la naturaleza y los efectos cambiantes del ambiente, llevaba practicándose desde finales del siglo XVIII. Sin embargo, los impresionistas resultaron innovadores en el sentido de que, aunque no pintaban íntegramente sus cuadros al aire libre, consideraban ese momento como el centro del proceso de creación de la obra acabada lo que, para sus predecesores, no era más que un ejercicio, una etapa preparatoria. La importancia que Monet, Sisley y Pissarro le concedían al paisaje reflejaba también un gusto más general. Desde mediados del siglo XIX, en el Salón y en el mercado del arte, el paisaje se afirmaba como el «género moderno», en el espíritu de la época. Chintreuil y Daubigny, pintores de la generación anterior que expusieron en el Salón de 1874, ya estaban recuperando una producción de paisajes en sintonía con la nostalgia del público por el campo y la naturaleza, considerados como eternos e intactos, en una época en la que estaban amenazados por la urbanización y la industrialización.

1877: la exposición de los impresionistas

El 4 de abril de 1877, la tercera exposición impresionista abrió sus puertas, gracias a la determinación y a la financiación de Gustave Caillebotte, un miembro recién incorporado, que era a la vez pintor y mecenas. Este evento supuso la continuación de las exposiciones de 1874 y 1876. Aunque desde un punto de vista comercial estas resultaron decepcionantes, establecieron sin embargo la idea de que había surgido un nuevo movimiento. Así, por primera y única vez, los artistas que expusieron en la primavera de 1877 se proclamaron «impresionistas». Incluso publicaron un periódico con este título. En un espacioso piso parisino situado en el 6 rue Le Peletier, se expusieron 245 obras de 18 artistas, entre ellos dos mujeres, Berthe Morisot y la marquesa de Rambures, amiga de Degas.

Por su calidad excepcional y su énfasis en la celebración de la vida moderna, la exposición de 1877 fue quizá la más impresionista de todas. Tras esta, se celebraron otras cinco manifestaciones colectivas hasta 1886, pero ninguna tuvo la fuerza de un manifiesto. Resueltamente opuestos a cualquier teoría y profundamente individualistas, los impresionistas continuaron inventando nuevas formas de ver y de pintar el mundo.