Segundo Imperio Espectacular, 1852-1870
Segundo Imperio Espectacular
Durante mucho tiempo, la reputación de Napoleón III y del Segundo Imperio (1852-1870) fue oscurecida por el fasto de la «fiesta imperial» y la humillante derrota de 1870 contra Prusia. Fue considerada como una época de placeres frívolos y corrompida por el dinero, como lo denunciaba Victor Hugo en su exilio, o Emile Zola en su fresco novelesco Los Rougon-Macquart.
Los años 1850-1860, marcados por una coyuntura económica favorable y la estabilidad del régimen imperial, se destacaron por una prosperidad sin igual en el siglo XIX: una era de abundancia y de múltiples celebraciones políticas, económicas, religiosas y artísticas .
El emperador deslumbra a Europa resucitando el fasto de Versalles y consolida el apoyo popular mediante la celebración de numerosas fiestas.
Triunfante, la burguesía expone su riqueza y, fascinada por su propia imagen, genera una verdadera industria del retrato.
París vive al ritmo de los Salones, los grandes bailes organizados por la corte y los numerosos espectáculos representados en los teatros.
El imperio francés, que vuelve a ocupar su lugar en la escena internacional gracias a una política extranjera ofensiva, celebra durante las Exposiciones universales de 1855 y 1867, y unidos a la celebración, prosperan eclécticos creadores y la industria francesa del lujo.
Para sus 30 años, el museo de Orsay propone un enfoque renovado de este Segundo Imperio rico en innovaciones y de la «fiesta imperial», que prefigura nuestra sociedad de consumo y de espectáculos.
La comedia del poder
Luego de una vida de exilio y de intentos fallidos de volver al poder, Luis-Napoleón Bonaparte (1808-1873), sobrino de Napoleón I, es elegido primer presidente de la República francesa en diciembre de 1848.
El 2 de diciembre de 1851, en el aniversario de Austerlitz y de la coronación de su tío, se consuma el golpe de Estado mediante el cual el «príncipe-presidente» convierte la república en un imperio hereditario. Luis Napoleón aplaca la resistencia, aprisiona a los opositores, censura a la prensa, pero instaura el sufragio universal (masculino).
Luego de un voto masivo de los franceses, el Imperio es restaurado el 2 de diciembre de 1852.
Régimen validado por el voto popular, el bonapartismo de Napoleón III «consiste en reconstituir la sociedad francesa conmocionada por cincuenta años de revoluciones, en conciliar el orden con la libertad» (Luis Napoleón Bonaparte, Las ideas napoleónicas, 1839).
A fin de consolidar el apoyo popular en torno a su persona, el emperador utiliza la imagen (pintura, fotografía, grabado) para conmemorar y difundir los grandes momentos de una «gesta imperial» moderna y tradicional a la vez.
La propaganda imperial también se construye en torno a la joven emperatriz Eugenia (1826-1920). En enero de 1853, Napoleón III anuncia públicamente su casamiento mediante una declaración oficial que rompe con la antigua tradición.
Este matrimonio romántico aumenta la popularidad del emperador y la emperatriz, dedicada a las causas caritativas, incrementa aún más el carisma del régimen.
Fasto dinástico
El casamiento del emperador en 1853, seguido del nacimiento del príncipe imperial en 1856, obedecen a la voluntad de establecer una dinastía.
Para estos grandes momentos políticos y religiosos, el duque de Cambacérès, gran maestro de ceremonias, exhuma la etiqueta del Primer Imperio organizando celebraciones fastuosas, financiadas por el presupuesto del ministerio de la Casa del emperador.
Para el bautismo del príncipe imperial, cuyo padrino es el Papa, se gasta la increíble suma de 150 000 francos. Para esta ocasión se reutiliza la berlina de ocho caballos de la coronación del Carlos X y Notre-Dame de París es totalmente decorada por Viollet-le-Duc.
«¡Este bautismo bien vale una coronación!» habría dicho el emperador.
Retomando la antigua tradición según la cual la Ciudad de París debía ofrecer una cuna al futuro soberano, y como lo había hecho en 1811 para el rey de Roma, la municipalidad decide confiar en 1855 la composición del objeto a su arquitecto Baltard.
Esta cuna, una de las más preciosas del siglo, es también uno de los más bellos muebles del Segundo Imperio debido a su originalidad y su fina elaboración. Los mejores artistas de la época trabajan en ella.
La muerte del rey Jerónimo en 1860 y del duque de Morny – medio hermano del emperador – en 1865, dan lugar a ceremonias dinásticas y funerales grandiosos, en los Inválidos en el primer caso y en la iglesia de la Madeleine en el segundo.
Celebraciones y decorados efímeros
Incluso antes del restablecimiento del Imperio, Luis Napoleón Bonaparte desea realizar grandes celebraciones destinadas a marcar la instauración del nuevo régimen, invitando a los parisinos y a la población en general.
El emperador afirma la pompa del régimen mediante puestas en escena populares. El 15 de agosto, día de «San Napoleón», vuelve a convertirse en la fiesta nacional, como sucedía durante el Primer Imperio, y siguiendo la tradición se construyen en la capital grandiosos decorados efímeros.
Las grandes victorias militares también son una ocasión para realizar desfiles triunfales, como el del 14 de agosto de 1859, durante el regreso a París de las tropas del ejército de Italia, que desfilan bajo numerosos arcos triunfales, pórticos y banderas. Cien mil hombres desfilan desde la plaza de la Bastilla hasta la plaza Vendôme, donde se alquilan balcones para poder observar el paso del cortejo de zuavos heridos pero victoriosos.
También se utilizan decoraciones en madera y tela pintada para las inauguraciones de cada estación de tren y de cada nueva obra urbana.
Estos importantes momentos de celebración – verdaderos plebiscitos festivos – refuerzan la adhesión de los franceses al régimen.
Con idéntico fasto, la emperatriz inaugura el 16 de noviembre de 1869 el canal de Suez, gran obra del Imperio en el extranjero.
Las residencias imperiales
Pocos días después del golpe de Estado, Luis Napoleón Bonaparte abandona el palacio presidencial del Elíseo para instalarse en el palacio de las Tullerías, hogar de los reyes de Francia.
Una de sus primeras obras es la finalización del Louvre y de las Tullerías, espacios destinados a convertirse en residencia de los soberanos, en ministerio de Estado y en museo.
En los antiguos palacios (Saint-Cloud, Fontainebleau, Compiègne), los soberanos se rodean de prestigiosos decorados históricos. La emperatriz Eugenia procura vivir en el lujo moderno, manteniendo vivo el espíritu de la reina María Antonieta, personaje que la fascina.
La emperatriz se rodea de objetos del mobiliario real del siglo XVIII que consigue en tiendas de coleccionistas o en el Guardamuebles imperial. Los combina con suntuosas creaciones de talleres contemporáneos (Gobelins, Sèvres, Beauvais) o con las obras de los mejores ebanistas (Fourdinois), copias exactas de muebles de origen real o variaciones más libres de los estilos Luis XV y Luis XVI.
Al promediar su reinado, la emperatriz confía al arquitecto Hector Lefuel la construcción de un nuevo departamento, edificado en las terrazas del palacio de las Tullerías y decorado en ese estilo.
Esta moda, que es también la de toda una época, es tan distintiva del reino que el concepto de estilo «Luis XVI-Emperatriz» pasará a la historia.
Retratos de una sociedad
«La cantidad de retratos aumenta cada año y amenaza con invadir todo el Salón. La explicación es simple: las únicas personas que compran pinturas son las que desean hacerse un retrato», escribe el joven crítico Emile Zola, fustigando a una sociedad narcisista.
A comienzos del Segundo Imperio, pocos artistas pueden rivalizar con las obras maestras de Ingres y de Winterhalter.
En la década de 1860, la nueva generación de pintores realistas – Manet, Tissot, Degas o Cézanne – ambiciona renovar el género, destacándose mediante retratos de cuerpo entero que elevan a sus modelos burgueses al rango de figuras históricas, mientras que Cabanel ofrece una imagen moderna e íntima del soberano, a menudo incomprendida.
Por su parte, los fotógrafos Nadar, Mayer y Pierson, se nutren de la tradición pictórica para ennoblecer sus modelos. El progreso técnico permite desarrollar una verdadera industria del retrato fotográfico (París posee trescientos cincuenta talleres profesionales a finales de la década de 1860) de la cual Disdéri, quien patenta en 1854 el formato «retrato-tarjeta», es el rey indiscutido.
Pintado, esculpido o fotografiado, público o privado, el retrato moderno oscila entre la sumisión a las convenciones sociales y la expresión libre del temperamento del artista y de su modelo.
La casona pompeyana y el estilo neogriego
La sociedad del Segundo Imperio teatraliza su marco de vida. Los interiores, espacios de representación, se convierten en escenarios en los cuales una burguesía embebida de romanticismo recrea sus fantasías del pasado o de lo extranjero.
Entre los estilos del momento, el gusto por la Antigüedad clásica y el estilo neogriego vuelven a ponerse de moda.
La casona pompeyana del príncipe Napoléon-Jérôme, primo del emperador, es un ejemplo perfecto de esta tendencia. Obra de arte total, la casona es construida en el número 18 de la avenida Montaigne por el arquitecto Alfred Normand para el príncipe y su amante, la actriz Rachel.
El interior sintetiza la visión, hasta entonces aproximativa, de los modelos griegos y pompeyanos. A pesar de la muerte de Rachel en 1859, la casona es inaugurada en 1860 durante una velada a la cual asisten soberanos y la princesa Mathilde, prima del emperador. Los actores de la Comédie-Française concurren allí para representar obras de Emile Augier y de Alejandro Dumas.
Rápidamente abandonada por su comanditario debido a la reprobación de su joven esposa, María Clotilde de Saboya, el edificio es vendido en 1866, degradado durante la Comuna en 1871 y destruido en 1891.
Reflejo del eclecticismo de la época, esta estrafalaria construcción lindaba con la casa morisca de Jules de Lesseps ubicada en el número 22 de la avenida Montaigne y con el palacio neogótico del arquitecto Jean-Baptiste Lassus en el número 20 de la misma avenida.
Neogótico y renovación católica
El Segundo Imperio es el punto culminante de las búsquedas en torno al estilo gótico promovido por Viollet-le-Duc, teórico y «restaurador» de grandes monumentos medievales franceses, como el castillo de Pierrefonds o las fortificaciones de Carcasona.
En esta misma línea, el arquitecto preferido de la pareja imperial diseña para el Tesoro de Notre-Dame de París la gran custodia y el relicario de la Santa Corona de espinas.
Confeccionada por el orfebre Froment-Meurice, esta obra maestra es presentada en la Exposición universal de Londres en 1862. Viollet-le-Duc también diseña el palio de procesión confeccionado por la Manufactura de Beauvais para la catedral de Marsella.
A pesar del triunfo del positivismo y de un fuerte aumento del sentimiento anticlerical, el Segundo Imperio también es escenario de un resurgimiento de la fe católica.
Aumenta el presupuesto destinado al culto, se construyen nuevas iglesias y se instituyen nuevos peregrinajes, como el célebre peregrinaje de Lourdes, ciudad en la cual Bernadette Soubirous aseguró haber asistido a dieciocho apariciones de la Virgen María en 1858.
El eclecticismo de los interiores
Reflejo de la diversidad de su sociedad y de las fortunas recientes, el Segundo Imperio aborda los experimentos estilísticos más diversos, del neogriego al neogótico, pasando por el orientalismo y el japonismo.
Prueba de audacia y de conservadurismo a la vez, esta profusión de«renacimientos», que ya se producía durante la monarquía de Julio, continúa durante el Imperio.
Este enciclopedismo de fuentes ornamentales es objeto de publicaciones como La Gramática de la Ornamentación (Owen Jones, 1856), que contribuyen a lograr un mejor conocimiento de los motivos y a su amplia difusión.
El neogótico encuentra su expresión profana mejor lograda en la restauración de los castillos de Pierrefonds (Oise) y de Roquetaillade (Gironda), o en la construcción del castillo de Abbadia en Hendaye, en la costa vasca.
Edificado en un acantilado que domina el Atlántico por un alumno de Viollet-le-Duc, Edmond Duthoit, para una familia monárquica y anglófila, el castillo es una síntesis equilibrada y moderna de los repertorios góticos e islámicos, reunidos por el mismo gusto por la policromía.
El Renacimiento también es uno de los estilos preferidos por los comanditarios, como lo refleja el lujoso hotel de la marquesa de Païva, magistral síntesis estilística representada aquí por una de las consolas del gran salón y por preciosos terciopelos.
Coleccionistas y financistas se inclinan por objetos de los siglos XVII y XVIII para la decoración de sus hogares, y esta costumbre condiciona la construcción y la distribución de hoteles particulares y casas.
El mejor ejemplo es el castillo de Ferrière, edificado en Sena y Marne por el arquitecto inglés Paxton para la familia del gran banquero James de Rothschild.
Las luces de la «fiesta imperial»
Durante mucho tiempo, la imagen de la «fiesta imperial» perjudicó la reputación del Segundo Imperio. Sin embargo, la organización de fiestas suntuosas era parte de una política que deseaba representar el prestigio del Imperio.
Joven y cosmopolita, la corte promueve el desarrollo de la industria del lujo y contribuye a convertir a París en la capital europea del ocio.
Los grandes bailes de invierno organizados en las Tullerías convocan entre tres mil y cuatro mil invitados. Durante las recepciones oficiales, como la de la reina Victoria en 1855, o la del rey de España en agosto de 1864, el Imperio revive un fasto similar al de Versalles durante el reinado de Luis XIV.
La visita del rey de Prusia y del zar de Rusia, durante la Exposición universal de 1867, da lugar a una de las recepciones más fastuosas de la época.
Durante el carnaval, la emperatriz, a quien le gusta disfrazarse, al igual que la condesa de Castiglione, organiza bailes de disfraces. Se disfraza a la usanza de las esposas de los dux venecianos, de odalisca o con vestidos del siglo XVII, otra prueba de su interés por María Antonieta.
En Compiègne, las famosas «series», organizadas tres o cuatro veces por temporada, desde finales de octubre hasta mitades de diciembre, reúnen a escritores, compositores, pintores y políticos.
Durante las veladas animadas por el conde de Nieuwerkerke en el Louvre o la princesa Paulina de Metternich en la embajada austriaca, se improvisan cuadros vivientes y otros juegos de sociedad.
De esta forma, se consolida la imagen de un régimen que vive en una fiesta perpetua.
Los teatros durante el Imperio
La nueva Ópera de Charles Garnier, el monumento más famoso y espectacular del París de Hausmann, es uno de los más emblemáticos del estilo Napoleón III, según la respuesta que el arquitecto le dio a la emperatriz Eugenia cuando esta le preguntó de qué estilo era su obra.
Pero este magnífico teatro no es la única expresión de la riqueza y diversidad del mundo de espectáculo durante el Imperio.
Verdi y Meyerbeer triunfan en la Ópera, pero Wagner escandaliza con suTannhäuser (1861). El Théâtre-Lyrique es escenario de una renovación, de la mano de Gounod et Bizet.
Para crear el bulevar del Prince-Eugène, Hausmann destruye el bulevar de Temple y sus salas reservadas a los espectáculos populares, dando origen a la reconstrucción de numerosos teatros como los de la plaza de Châtelet, el Vaudeville, el Gymnase o el teatro de la Gaîté.
El decreto de la liberalización de los teatros de 1864 permite el surgimiento de nuevas escenas, abiertas a nuevos repertorios, y es testigo del surgimiento de personajes cuyos nombres serán inseparables de este periodo: Jacques Offenbach, creador de la ópera bufa, triunfa en el teatro Bouffes-Parisiens y luego en el Variétés con La Bella Helena (1864), La vida parisina (1866) o La gran duquesa de Gérolstein (1867), una serie de éxitos que comparte con su cantante estrella, Hortense Schneider.
El teatro es dominado por las comedias de costumbres de Dumas hijo, Victorien Sardou y los vodeviles de Labiche, entre los cuales se destacan Un sombrero de paja de Italia (1851) y El Viaje del Señor Perrichon (1860), que le valen el favor del público.
Las clases populares se inclinan por los nuevos cafés-concerts, El Eldorado (1858) o el Ba-ta-Clan (1864), donde pueden escuchar cantantes populares como Thérésa, primera vedette de la historia de la canción francesa.
Nuevas actividades, nueva pintura
La década de 1850 marca el inicio de las actividades recreativas modernas. Los numerosos teatros y cafés-concerts que se inauguran en la capital no son las únicas distracciones y medios de evasión que buscan las diferentes clases sociales.
Para refugiarse de la calle y su agitación no es necesario ir muy lejos, y los jardines, recientes como el jardín Buttes-Chaumont, o históricos como el de las Tullerías, son remansos de paz y de ocio.
Cuando vivió en París en 1867, Adolf von Menzel supo capturar ambas caras de la ciudad: la calle animada donde transcurre la vida cotidiana, y los jardines, puntos de encuentro a la sombra de los árboles.
No lejos de París, a orillas del Sena, en la Isla de la Chaussée en Croissy, el club La Grenouillère, con su restaurante y su sala de bailes, es un punto de encuentro popular donde se pueden realizar actividades de canotaje y en el cual los pintores Monet y Renoir encuentran la temática moderna adecuada a su revolucionaria manera de ver la realidad.
Es también la época de los retiros campestres y del turismo balneario, cuyo desarrollo es facilitado por el transporte ferroviario.
La Costa normanda y la Costa vasca son destinos privilegiados de la aristocracia y de las nuevas fortunas industriales y financieras.
Napoleón III hace construir para la emperatriz una casona en Biarritz a la vez que inversionistas privados construyen las estaciones balnearias de Cabourg, Deauville o Arcachon.
Como en los bulevares, las diferentes clases sociales se cruzan en ellas.
Los pintores «de la vida moderna» se inspiran de estos nuevos espacios y costumbres. Eugène Boudin, por ejemplo, se apropia de las costas y de los cielos en constante mutación, convirtiéndolos en sus temas predilectos, mientras que Claude Monet inmortaliza el famoso hotel de Roches noires de Trouville abierto en 1866, luego de haber pasado allí el verano de 1870.
El Salón o la escena del arte
A pesar de sus dos siglos de antigüedad, el Salón aún domina el mundo artístico de París durante el Segundo Imperio.
Cada año o cada dos años, miles de artistas presentan sus obras ante un jurado de académicos y ante un público cada vez más numeroso, convirtiéndose en una escena predilecta de los caricaturistas de la época.
A pesar del desarrollo de unas pocas galerías privadas, la gloria, las compras y los encargos estatales sólo se obtienen en el Salón. Los críticos se lamentan periódicamente de la muerte de la gran pintura histórica y del triunfo de géneros menores como el retrato, el paisaje o el bodegón.
En estos tiempos de abundancia y de crisis estética, ninguna escuela parece dominar la escena artística. Ecléctico y profuso, el Salón recibe a Delacroix, a los alumnos de Ingres, las provocaciones realistas de Courbet, los desnudos de Bouguereau, las fantasías de los pintores de género y las creaciones orientalistas.
En mayo de 1863, debido al gran número de obras rechazadas (3000 de las 6000 presentadas) y a las protestas de los artistas, el emperador deja de lado a la Academia – bastión de la oposición monárquica – y crea un «Salón de los rechazados», que permite al público juzgar la calidad de las obras.
La calidad de las obras varía, pero en la historia del arte quedarán grabadas la compra del emperador de la Venus de Cabanel y el escándalo del Almuerzo sobre la hierba de Edouard Manet, cuya temática moderna y franca conmociona a la crítica, abriendo al mismo tiempo un camino hacia un nuevo medio de representación.
Las Exposiciones universales o el triunfo del Imperio
Promovidas por el emperador y apoyadas por los grandes industriales franceses (Emile Pereire o Eugène Schneider), las Exposiciones universales organizadas en París en 1855 y 1867 dan prueba de la prosperidad del Imperio.
Como respuesta a la primera edición londinense de 1851, Napoleón III ordena en marzo de 1852 la construcción de un «Palacio de la Industria» en los Campos Elíseos para albergar una exposición francesa.
En 1867, la Exposición se extiende en el Campo de Marte para recibir entre abril y octubre la cantidad récord de once millones de visitantes, incluyendo a varios representantes de la nobleza, impresionados por las nuevas obras parisinas.
Estos nuevos tipos de ferias se convierten en el nuevo terreno en el cual compiten las naciones, y en un llamativo rasgo de una sociedad fascinada por la abundancia de bienes generada por la revolución industrial. «Europa se ha desplazado para ir a ver mercaderías», escribe el historiador y filósofo Taine en 1855.
Francia e Inglaterra, que en 1860 han firmado un tratado de libre comercio, compiten en una sutil guerra por la superioridad en el ámbito de las artes aplicadas.
Si bien la capacidad industrial de Inglaterra es indiscutible, la innovación y la calidad de los productos franceses triunfan en el mundo, dominando el mercado del lujo.
Las exposiciones también contribuyen a armonizar las diferencias nacionales y a consolidar una fuerte consciencia cultural europea, que se refleja en una lenta homogeneización de estilos.
Si bien el concepto de «obra maestra» sigue siendo clave para los creadores, el creciente éxito de objetos manufacturados como las mecedoras Thonet prefigura el rol preponderante de la industria en la historia del arte decorativo en el siglo XX.