Le Silence
El Silencio, que Levy-Dhurmer conservó durante toda su vida, es sin duda una de sus obras más fascinantes. Su poder de sugestión es el de un icono, imagen aún más turbadora por presentarse como un enigma: estancada en una pose hierática, los ojos sumergidos en la sombra, la figura escapa a cualquier explicación. Maciza e inmóvil, se guarda para ella lo que pensamos ser el secreto de su duelo. Los largos pliegues caídos, magnificados por el formato vertical, evocan obviamente la gravedad física (a la que resulta imposible substraerse) y la gravedad moral.
Esta figura del silencio también es una alegoría de la fatalidad; expresa la parte arbitraria que gobierna el mundo, al contrario del determinismo de los científicos. Alejada de cualquier anécdota, sin evocar ninguna identidad, época ni lugar preciso, la obra alcanza el símbolo universal. La elección del pastel, técnica de predilección de Lévy-Dhurmer, otorga intensidad a los colores empleados, mientras que los plumeados proporcionan un aspecto tembloroso al conjunto.
El crítico Achille Ségard no estaba equivocado cuando hablaba, en 1899, de un rostro "como el de una estatua". Ya que, si Lévy-Dhurmer reanuda con la iconografía tradicional del silencio (el gesto es el del dios egipcio Horus, y luego el del dios griego Harpócrates), se inspira más directamente del medallón esculpido por Auguste Préault para la tumba de Jacob Robles en el cementerio del Père-Lachaise (1842). Cercano de los medios literarios, tampoco se nos prohíbe pensar que Lévy-Dhurmer ha encontrado su inspiración en los escritos de su tiempo. Pensamos en particular en el libro de poesías de su amigo Georges Rodenbach, El reino del silencio (1891), que acababa del siguiente modo: "Y, ya que llega la noche, - tengo sueño de morir".
Mostrado en París en 1896, y más tarde de nuevo a finales de 1899 y comienzos de 1900, El Silencio fascinó sus contemporáneos y tuvo un importante impacto en la generación simbolista de Fernand Khnopff a Odilon Redon.